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Sobre Javier Marías

Hace unos meses, Pablo escribía en este mismo blog un artículo entusiasta sobre la última novela de Javier Marías. Para mostrar que somos buenos amigos pero que no por ello siempre pensamos igual, me atrevo a colgar este post crítico con el escritor madrileño. No escribiré sobre su última novela, que no he leído, sino sobre algunas de sus novelas anteriores.

Debo confesar que mi historia con Marías comenzó mal, y que todos los esfuerzos que he hecho posteriormente por cambiar esa impresión inicial negativa no han dado demasiados frutos. Hace ya muchos años, 15 para ser exactos, leí Cuando fui mortal, un libro de cuentos de 1996, que los especialistas en Marías ciertamente no sitúan entre lo mejor de su producción. Esa lectura me desilusionó, pues tenía altas expectativas con Marías. Debo advertir que nunca he digerido bien cierta prosa española de estilo barroco, recargado, un poco arcaizante. Que siempre he preferido la prosa, por así decirlo, fresca y directa. Y Marías, así lo tenía entendido, representaba justamente eso, aire nuevo, una literatura que modernizaba la novela española, que la hacía más abierta y cosmopolita. Que Marías, para entendernos, no era Muñoz Molina. Y no lo era, eso es cierto. Pero la lectura de Cuando fui mortal me dejó frío.

Tras esa primera experiencia fallida, no han sido pocos los amigos y conocidos, como Pablo o José Juan Moreso, que intentaron sacarme de mi error y me animaron a leer otras cosas de Marías. Tres títulos aparecían invariablemente en las conversaciones: Todas las almas, Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí. Tanta era su insistencia que, aprovechando una semana de vacaciones conjuntas con los De Lora-Peláez en verano de 2009, abordé Todas las almas, su tan aplaudida novela oxoniense de 1989. Marías conocía bien el ambiente de Oxford, pues había sido profesor allí durante algunos años. Y para mí, como académico, no podía haber contexto más prometedor que aquél, especialmente para acompañarme en mi huida del tradicionalismo barroco español, muchas veces rural, siempre encerrado.

¿Qué decir de Todas las almas? La novela lo tenía todo para cautivarme. El “gótico intelectual” de Oxford, y nada más y nada menos que de All Souls College, el más misterioso de todos los misteriosos colleges oxonienses. Una novela directa, dinámica, con ritmo. Cargada, eso sí, de reflexiones, de miradas profundas. Una novela de personajes, eso es lo principal, pero de personajes con ideas. Parecía casi un manifiesto de lo que yo reivindicaba. Seguramente por eso me decepcionó. Comencé su lectura con la seguridad de que mi primera desilusión con Marías obedecía únicamente a un error, una mala elección de lectura. Pero ese error estaba a punto de subsanarse. Iba a enfrentarme a la que se consideraba tal vez una de las mejores novelas en español de las últimas décadas. Muy altas expectativas, y muy bajas impresiones.

No es fácil explicar lo que me decepcionó. Como digo, la novela reunía todo lo que yo podía pedirle. Sin embargo, sus reflexiones no me atrapaban, muchas de sus digresiones me parecían innecesarias. Algunos de los elementos de la novela me parecían injustificados. Pero creo que lo que mejor puede definir la sensación que tuve al leerla es que la novela, los personajes y las reflexiones no me resultaban creíbles. No me refiero, por supuesto, a credibilidad empírica, a que lo que allí se cuenta pudiera realmente ocurrir con una cierta probabilidad. Me refiero a credibilidad literaria, la que tienen tanto Tiempo de silencio o El Jarama como el Quijote o a los relatos de Poe. Acusación terrible, la de falta de credibilidad literaria. Y seguramente no estoy en disposición de justificarla debidamente. No soy un teórico de la literatura, ni un crítico literario, y este post no pasa de ser una declaración de gustos personales. Pero como en todo juicio estético (que al menos pretende ser) bien formado, pueda éste justificarse de forma explícita o no, hay un intento de trascender el mero gusto reactivo, la emoción desnuda que suscita cierta lectura, para tejer una evaluación que no puede ser si no comparativa. Así que, desde el gusto de alguien que mentalmente compara sus lecturas para urdir sus evaluaciones, aunque en el fondo no deje de ser una cuestión subjetiva, sólo puedo decir que Todas las almas me desilusionó.

En las siguientes conversaciones sobre Marías, esta vez sobre todo con José Juan y María, su sorpresa ante mi juicio negativo sobre Todas las almas, teñida de una cierta incredulidad, se saldaba con una nueva recomendación insistente en que debía leer sus otras grandes novelas. Recuerdo un soleado día en Sant Cugat del pasado mes de noviembre, en que, masticando un delicioso arroz delta-style, conversábamos sobre un reciente diálogo mantenido entre Marías y Jaume Casals, Javier Aparicio y Domingo Ródenas, celebrado en la Universidad Pompeu Fabra con motivo de los 40 años del inicio de su carrera literaria. Yo les contaba que Marías me había sorprendido favorablemente en esa ocasión. Pude ver que era, en efecto, un escritor articulado, con sentido literario, que es algo ya no muy usual en muchos de los escritores contemporáneos conocidos. Y José Juan y María me insistieron en que debía leer Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí.

Los que me conocen saben que soy una persona muy, pero que muy testaruda. Y que me mis opiniones son, muchas veces, excesivamente firmes. Sin embargo, a Marías le concedí una vez más –mejor dicho, dos veces más- el beneficio de la duda. Por tercera y cuarta vez, para ser exactos. Así que este agosto pasado me compré sin dudarlo estas dos novelas (un error, porque una de ellas ya la tenía en mi biblioteca, algo que me sucede a menudo), las obras cumbre de Marías. Comencé por Corazón tan blanco, de 1992, cuyo impacto y reconocimiento fuera de España ha sido incluso mayor que el recibido aquí (lo cual me hacía, de nuevo, albergar esperanzas). Pero la decepción comenzó ya en las primeras páginas. Antes de explicar por qué, debo contar un hecho que sin duda afectó mi juicio.

Mi lectura magna de estas pasadas vacaciones, la lectura justamente previa a acometer de nuevo a Marías, había sido 2666 de Bolaño. Bolaño, del que había leído varias cosas, era ya uno de mis escritores favoritos en español. Águeda, que ya había disfrutado de 2666 unos meses atrás, me había dicho que se trataba de una novela de otro nivel, de otra galaxia. Yo había comenzado a leerla unos meses atrás. Pero la “parte de los críticos”, la primera de las cinco novelas de las que se compone esa obra maestra, no me había atrapado. Y las 1.200 páginas que aglutina el total de la novela, me habían hecho dejarla aparcada hasta las vacaciones, en las que el ritmo estival y el salitre de la costa acompaña mejor estas grandes empresas de “uno mismo y solo”. De 2666 escribiré otro día. Pero sí, es de otro nivel, de otra galaxia. Adelanto que no sólo me parece una de las mejores novelas en español de las últimas décadas (eso es lo que es Detectives salvajes), sino una de las mejores desde que el Quijote las inventó. Cuento esto porque si el juicio estético literario, en mi opinión, y como ya he dicho, es siempre comparativo, el juicio sobre Marías iba a resultar, tal vez injustamente, pero irremediablemente, afectado por esa lectura previa.

Corazón tan blanco adolece del mismo problema de Todas las almas, y como comprobaría más tarde, de Mañana en la batalla piensa en mí. Carecen de credibilidad literaria. En seguida pondré un ejemplo muy menor, pero digámoslo claro de entrada: si un escritor decide poner dos títulos a sendas novelas que se corresponden con versos de Shakespeare, y decida además abrir dichas novelas con epígrafes shakesperianos, y las baña en lenguaje y reflexiones igualmente shakesperianas, está jugando con fuego. Si lo hacen Borges o Nabokov (aunque ninguno de los dos, hasta donde yo sé, lo hizo nunca), el riesgo sigue existiendo pero las probabilidades de éxito son considerables. Si lo hace alguien como Marías, no puedo dejar de acometer su lectura con un cierto escepticismo. Entiéndase bien, no digo que esté prohibido hacerlo, ni mucho menos. Es más, me parece un juego literario perfectamente legítimo. Si alguien lo intenta como divertimento, como ocurrencia para una obra menor, consciente de la distancia sideral con el modelo, la cosa tiene su gracia. Pero si lo hace alguien del que se ha dicho que es uno de los mejores escritores europeos del momento, y lo hace precisamente en sus dos obras cumbres, entonces uno debe medirse realmente con los grandes. No vale aquí ninguna disculpa. No vale intentar rebajar las expectativas.

Por decirlo con Bolaño, de nuevo. Cuando Bolaño escribe Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce con Toni G. Porta, está creando un divertimento. Puede divertir al lector o no. Pero si no lo hace, no pasa nada. Cuando escribe Detectives salvajes, La literatura Nazi en América o El gaucho insufrible la cosa es distinta. Ahí se está midiendo con los mejores de su generación. Aspira a competir con Vargas Llosa o García Márquez, que él no estimaba, o con Marsé, al que estimaba mucho. Pero cuando escribe 2666, su pretensión es de otro calibre. Ahí se terminaron las excusas. Pasamos a la literatura con mayúsculas y negritas. Se la juega. Si le sale mal, pierde. Pero a Bolaño no le sale mal.

No creo que Marías, en estas dos novelas, y a pesar del frame shakesperiano, intentara jugar en la liga absoluta de la literatura. Pero sin duda no se estaba limitando a escribir un divertimento. Muy bien, de acuerdo, juzguémoslo entonces así. ¿Es Corazón tan blanco comparable a La fiesta del chivo, a Últimas tardes con Teresa, a Detectives salvajes? Me opinión es que no. Y la razón principal por la que no es que, de nuevo, carece de credibilidad. Veamos este ejemplo, si acaso menor. La novela comienza, como es conocido, con el suicidio de una joven, un disparo directo al corazón. La escena debería ser sobrecogedora. El padre está comiendo cuando se escucha el disparo. Está masticando un pedazo de carne cuando se escucha el estruendo. Y primero se queda, claro, paralizado. Luego se levanta, corre, sube a la habitación, entra, ve a su hija sin vida tendida en el suelo. ¿No es una escena terrible? Y dice: “…los que lo siguieron vieron cómo mientras descubría el cuerpo ensangrentado de su hija y se echaba las manos a la cabeza iba pasando el bocado de carne de un lado a otro de la boca, sin saber todavía qué hacer con él.” Todo esto se relata en ese interminable párrafo inicial de cinco páginas de duración, cargado de información secundaria, que sin duda resta fuerza al momento. Pero ¿alguien puede creer que lo que cuenta de la carne es verdad? ¿No es acaso probable que alguien que tenga un pedazo de carne en la boca cuando suena un disparo lo trague de inmediato? ¿O si no, por lo menos, que lo haga en los segundos en los que corre por el asa en dirección al cuarto de su hija? ¿Y si todavía no, que lo haga, ahora ya sí, al primer segundo de ver el cuerpo ensangrentado de su hija? Aún peor: ¿cómo puede ser que los demás invitados que igualmente corrieron tras él, prestaran atención al hecho de que el padre “iba pasando el bocado de carne de un lado a otro de la boca”, y no quedara su atención únicamente centrada en el cuerpo yaciente de la joven? ¿Cómo debía masticar ese hombre la carne para atraer la atención de “los que le siguieron”?

Se me dirá que esto es un único fragmento, que no demuestra nada. Pero ejemplos así abundan tanto en Corazón tan blanco como en Mañana en la batalla piensa en mí. Además, el que se supone que va a ser un impresionante y sobrecogedor punto de partida de la novela debería estar mesurado, trabajado, analizado hasta el milímetro por el escritor, en definitiva, ¡masticado y tragado!

Hay muchas otras cosas que comentar de la novela, como de nuevo sus largas y poco interesantes reflexiones, sus excursos irrelevantes para la trama sobre detalles intrascendentes, etc., pero no quiero cansar más a los pocos que hayan llegado a leer hasta aquí. Debo reconocer que Mañana en la batalla piensa en mí, aún adoleciendo del mismo déficit de credibilidad que las otras novelas que he leído de Marías, es la que más me ha gustado. Por lo menos reconozco una cierta idea ingeniosa en el argumento principal. También creo que la novela no es más que eso, el desarrollo de esa idea ingeniosa, y en ese sentido no puede ser si no, de nuevo, una obra menor. Pero al menos produce algún impacto en el lector, tal vez en mi caso mayor por tener un hijo pequeño. Un problema añadido de Corazón tan blanco es su tema principal, una reflexión sobre el matrimonio. Para alguien que nunca ha tenido, ni del todo comprendido, la idea de matrimonio sobre la que Marías escribe y de algún modo critica, la novela me parece extremadamente aburrida. Reconozco que puede ser interesante para aquellos que alguna vez compartieron esa idea, y cuya vida les llevó a plantear puntos de vista parecidos a los del protagonista. Pero a mí, hasta la crítica de la institución, menos clara de lo que podría ser, me parece aburrida…

No me extiendo más. Tras cuatro novelas, cuatro intentos sinceros, y un montón de horas de mi vida dedicadas a Marías, habiendo tanto y tan bueno por leer en este mundo, no puedo dejar de prometerme a mí mismo que jamás leeré ninguna otra obra de Marías. Prefiero seguir, como estoy haciendo estas semanas, leyendo todo lo que me quedaba por leer –cada vez menos, desafortunadamente- de Bolaño y Bioy Casares, esos dos monstruos de la literatura española.

 

José Luis Martí

 

¿Independencia?

Hace unos días publiqué un artículo en El Periódico crítico con el afán independentista que se abre paso en Cataluña. Lo podéis leer aquí

 

Josep Lluís Martí

Discapacidad, fetos y discriminación: ¿es el mayor plazo de la indicación «eugenésica» para abortar una forma de discriminación?

La asociación Down España, así como otros grupos que representan al colectivo de personas con discapacidad, alientan al actual gobierno para que aplique la Convención de los Derechos de Personas con Discapacidad de 2006 (ratificada por España) én cuyo artículo 10 se afirma “… el derecho inherente a la vida de todos los seres humanos» y que «[los Estados] adoptarán todas las medidas necesarias para garantizar el goce efectivo de ese derecho por las personas con discapacidad en igualdad de condiciones con las demás”. Estos grupos recalan, además, en las Recomendaciones hechas por el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad relativa al Informe remitido por España (se trata de la Sexta Sesión celebrada entre el 19 y el 23 de septiembre de 2011). Merece la pena citar la propia consideración del Comité: “El Comité recomienda al Estado parte que suprima la distinción hecha en la Ley Nº 2/2010 en cuanto al plazo dentro del cual la ley permite que se interrumpa un embarazo por motivos de discapacidad exclusivamente». El informe en su totalidad se puede consultar aquí.

Antes de abordar la recomendación, resulta interesante destacar que, a diferencia de España, en Estados Unidos muchos representantes de los discapacitados tienen fuertes reservas sobre la Convención, hasta el punto de urgir a los políticos estadounidenses a que no la ratifiquen pues consideran que ésta oculta una agenda «proabortista». Así se desprende, a su juicio, de la lectura del artículo 25 donde se trata de garantizar a los discapacitados el derecho a la salud, incluyendo la «salud sexual y reproductiva».

Como es bien sabido, desde la promulgación de la Ley 2/2010 las mujeres en España pueden abortar sin alegar causa alguna hasta la semana 14 (deben eso sí, recibir información sobre las ayudas de las que disponen para el caso de que decidan proseguir con el embarazo, y esperar tres días desde la primera visita). Más allá de la semana 14 cabe la interrupción del embarazo tanto si existe riesgo grave para la salud o la vida de la madre, como riesgo de graves anomalías en el feto. Si tales anomalías son «incompatibles con la vida» (piénsese en la anencefalia o en la agenesia renal bilateral) o en el feto se diagnostican enfermedades extremadamente graves e incurables cabe abortar pasadas las 22 semanas.

Así pues, a diferencia de un «feto normal», al «feto discapacitado» – por decirlo así- no se le da la misma oportunidad de seguir gestando tras las catorce primeras semanas. ¿Estamos por ello ante un caso de discriminación? Down España piensa que pero yo creo que no.

Para empezar dejemos claro lo que se sostiene. Si uno enarbola la bandera de la defensa de aquellos seres humanos más «indefensos», y considera que los fetos son sujetos de algunos derechos básicos independientemente de su dependencia orgánica de la madre, la permisión del aborto en sí es un caso de discriminación por discapacidad, y en ningún caso debería estar permitido pues no hay, bajo esta perspectiva, ninguna diferencia moralmente relevante entre quienes ya han nacido y quienes están por nacer que justifique una diferencia de trato, como no la hay para gozar del derecho a la vida entre quienes, ya nacidos, sufren del síndrome de Down y quienes no (tal vez cabría excepcionar el embarazo no consentido o el supuesto de peligro para la vida de la madre de esa regla que, bajo la apelación a la no discriminación, rechazaría en principio la práctica de la interrupción voluntaria del embarazo).

Pero no es esto lo que defiende Down España. Si, pongamos, el legislador español decidiera ampliar el plazo en el que cabe abortar sin alegar causa alguna para equipararlo a la circunstancia en la que se ha detectado una anomalía o discapacidad en el feto, se habría eliminado la discriminación y Down España no tendría nada que objetar. Pero supongamos por un momento que la Ley 2/2010 hubiera permitido a todas las mujeres en España abortar sin alegar causa alguna hasta la semana 14, con la excepción de los fetos de ojos azules (vamos a imaginar que tal cosa fuera detectable) que pueden ser abortados hasta la semana 20. En este supuesto sí convendríamos en el carácter arbitrario de la distinción y en el tono discriminatorio de la regla.

Y sin embargo no creo que sea éste el caso, a mi juicio, cuando del síndrome de Down, u otras discapacidades semejantes, hablamos. En particular si las dos siguientes condiciones se dan:

a)   Las patologías o discapacidades en cuestión no se pueden detectar en los primeros estadios de la gestación y

b)   Suponen una carga objetiva para la familia o para el propio individuo.

En tales circunstancias hay una justificación para no tratar los casos de manera igual pues, sencillamente, no estamos ante iguales. Y sí, soy consciente de que queda trabajo conceptual por hacer para precisar de qué hablamos cuando hablamos de «discapacidad» o «anomalía», pero, sobre todo, para evitar una conclusión (intuitivamente) repugnante. Y es que, con la caracterización que he hecho de los abortos que no serían un supuesto de discriminación, la condición de ser el feto mujer es, en determinados contextos, pensable como una circunstancia que justificaría un aborto más tardío. ¿Qué les parece?

Pablo de Lora

Fuga de cerebros médicos

A finales de junio tuve el privilegio de asistir a un seminario en Ginebra centrado en cómo atajar las consecuencias (dramáticas) de un fenómeno con una incidencia particularmente intensa en los últimos años: el flujo de profesionales sanitarios desde los países del Tercer Mundo y en vías de desarrollo hacia el llamado «primer mundo».

Yo recordaba este término, el de «fuga de cerebros», de mis tiempos de chaval cuando físicos soviéticos como Sajarov pugnaban por abandonar su país para instalarse en Estados Unidos u otros países «libres». Las circunstancias de la crisis española que actualmente vivimos han puesto la expresión de nuevo en circulación. El fenómeno para el que fuimos convocados a pensar y discutir es una especie de ese género en el contexto más trágico posible: tanto para quienes se van – quién no lo haría si viviendo en Malawi puede establecerse en Manchester y seguir ejerciendo su profesión – como para quienes se quedan – cuyas necesidades son tan básicas que la mera ausencia de un profesional sanitario de un día para otro provoca muertes a decenas. Para los países receptores, el «negocio» resulta interesante: consiguen recursos humanos con una formación razonablemente buena que han proporcionado – y costeado- otros para cubrir sus necesidades crecientes de atención sanitaria. En particular, en esas zonas rurales a donde muy pocos de los que componen su contingente local de médicos quieren ir. La novela de Abraham Verghese («My own country») refleja con mucha viveza esa realidad.

Hay que distinguir el fenómeno de la fuga de cerebros médicos de otro fenómeno paralelo pero distinto: el turismo médico. Algunos países, señaladamente la India, están apostando (habría que decir que las autoridades lo están haciendo) por convertirse en destino hospitalario y sanitario de aquellos enfermos del primer mundo que precisan de un tratamiento que en su país de origen resulta comparativamente mucho más caro. El caso de los transplantes es el más llamativo y crudo, pero no el más importante en términos cuantitativos. Ciudadanos estadounidenses, fundamentalmente, encuentran en ciertos complejos hospitalarios de la India, Filipinas o Tailandia, la tecnología de última hora, cualificados profesionales sanitarios y el lujoso alojamiento que podrían encontrar en su país aunque, eso sí, a un precio muy superior. Allí acuden cada vez en más número para que les sea practicada la cirugía coronaria, o traumatológica que necesitan. Esos países, sin embargo, capaces de proporcionar tales servicios médicos a los turistas siguen mostrando carencias terribles para la satisfacción de las necesidades más básicas de salud de su población.

La fuga de cerebros médicos es también, desde otra perspectiva, un problema de justicia en la distribución de los recursos sanitarios. Pero es un problema con una particularidad crítica: los recursos de los que hablamos son seres humanos y de ellos no podemos disponer – en cuanto a su «manejo»- como si fueran medicamentos, o equipamiento técnico, u órganos. Es por ello por lo que, desde el punto de vista de la filosofía práctica, resulta una cuestión fascinante.

En un mundo ideal, esto es, en un mundo sin fronteras con una cierta autoridad centralizada que se ocupa de intentar satisfacer las necesidades de todos sus habitantes, la cuestión tendría un más fácil manejo y se asemejaría mucho al modo en el que, tradicionalmente, los Estados se han ocupado de cubrir las necesidades de médicos, profesores y otros funcionarios o servidores públicos en zonas deprimidas, de difícil acceso o poco atractivas. No digo que esas soluciones – incentivos en diversos modos o sistemas de oposiciones con asignación de destino en función de la nota- sean plenamente satisfactorias- ciertamente no arrojan resultados óptimos. De hecho, como ya he señalado, el problema del desabastecimiento de servicios sanitarios en el mundo rural es muy acuciante. Pero la comparación no resiste si abrimos el foco y contemplamos nuestro mundo de hoy, global, pero globalmente desprovisto de instituciones efectivas. En último término, a los habitantes de los pueblos en los países del primer mundo siempre les queda el recurso de emigrar para encontrar esos servicios en las zonas urbanas, cosa que, en cambio, no le es dada al habitante de Mali si quisiera marcharse a Amsterdam pues allí siente que la enfermedad de su hijo va a ser mejor tratada.  

En este terreno de la atención sanitaria, nuestro mundo real se puede representar echando mano de un célebre icono de la filosofía moral: el estanque donde un nadador se está ahogando. En el primer mundo hay varios nadadores que pueden perecer pero bastantes socorristas andan al acecho. Ese mismo estanque en un país fuertemente empobrecido está atestado de nadadores y los pocos socorristas que hay están agotados y siempre con la maleta preparada para mudarse de estanque. Algunas medidas paliativas que se han ensayado, en particular el llamado «task-shifting» (que personas, piénsese sobre todo en enfermeros y enfermeras, en principio no cualificadas o entrenadas plenamente para realizar una determinada tarea la acometan tras un entrenamiento acelerado) no resuelven ni mucho menos el problema.

Hay quienes han sostenido que lejos de ser dramática, la emigración de cerebros puede arrojar consecuencias positivas, como en general la inmigración para el país de origen, dado que los inmigrantes ganan y ahorran el suficiente dinero como para mandar cuantiosas remesas. Siendo ello así, sin embargo, muchas veces no es el dinero lo que compensa, sino que lo que resulta imprescindible es la persona capaz de cumplir un cometido específico: colocar una prótesis de rodilla, programar una vacunación infantil, resolver un parto complicado mediante cesárea, diagnosticar una diabetes, operar de cataratas, etc. Casi todo el mundo en el seminario coincidíamos en que los países en el Primer Mundo no pueden explotar esta condición para hacerse con médicos a muy bajo coste. Para ello, resulta de justicia mínima que aquel que fue formado con los recursos públicos de su país, reintegre lo que le fue dado (nadie tiene derecho a recibir formación universitaria para ser médico, y sin embargo creo que todos los seres humanos deben recibir la vacunación imprescindible para sobrevivir). Una manera en la que ese reintegro se hace efectivo supone que los países receptores de médicos convienen en no admitirlos, en cerrarles conjuntamente sus fronteras hasta tanto no se compruebe que se han cancelado esas deudas. Ello plantea un muy frágil dilema de acción colectiva: ¿qué garantías tengo yo de que efectivamente Gran Bretaña u Holanda está haciendo su parte cuando además en algunos de esos países se necesitan médicos? Hace años, si lo recuerdan, el Reino Unido solicitó enfermeras de manera masiva y fueron muchas las españolas y españoles quienes se apuntaron al carro. Hoy proceden de la India donde no sobran precisamente.

Hay otras dos medidas sobre el tapete mucho más comprometedoras con dos derechos que tendemos a considerar básicos y (cuasi) absolutos: el derecho a la educación o al conocimiento, y el derecho a la libertad de movimientos.

Nir Eyal – un muy capaz filósofo moral de Harvard- ha defendido una estrategia más sutil y persuasiva para que los países del primer mundo eviten dar acogida a esos profesionales sanitarios: modelar su formación hasta el punto de hacerles no atractivos. La idea parte de la constatación de que, por un lado, la formación médica al más alto nivel en muchos países del Tercer Mundo es ineficiente- piénsese, por ejemplo, en la destreza para administrar tratamientos anticancerígenos en poblaciones que en su gran mayoría mueren mucho antes de otras patologías- y, por otro lado, resulta frustrante para el médico que jamás, o en muy rara ocasión, va a tener oportunidad de desplegar esos conocimientos. Cuando el curriculum de los estudios de Medicina se cercena de ese modo, se hace al médico mucho más competente en lo local y mucho menos empleable para el hospital o el centro médico de Houston. Nir contiende que la Organización Mundial de la Salud debería exigir ese tipo de diseño en los estudios de Medicina cada vez que se propone financiar o crear un centro de estudios en un país del Tercer Mundo asolado por la fuga de cerebros. Es muy probable que sea una terapia eficaz, pero seamos conscientes de lo que estamos administrando: a un futuro estudiante de Medicina en Angola le vamos a limitar su derecho al conocimiento y a la educación superior solo por el hecho de que ha tenido la «mala fortuna» de nacer en Angola.

Antes señalaba que muchas veces no es el dinero lo que falta sino la persona. La segunda de las medidas propuestas para lidiar con la fuga de cerebros es la más obvia e inmediata; la que más se practicó en los países comunistas y la que más arduas discusiones generó en el encuentro: establecer la obligación de permanencia en el puesto (en el seminario, quienes más furibundamente se mostraron en contra de la restricción de la libertad de movimientos o de trabajo fueron dos filósofos de origen rumano y polaco…).

La obligación de permanencia debe ser temporal – tal vez hasta que haya un reemplazo efectivo, lo cual debe implicar que el poder público hace igualmente su parte para procurar que exista cuanto antes- y puede perfectamente nacer de un contrato entre quien se decide a convertirse en médico y el país que lo forma. Pero aún así, como en todo contrato, debemos disponer de un fundamento para que ese acuerdo de voluntades nos parezca justo. ¿Cuál pudiera ser este? La relevancia de hacernos esta pregunta resulta de considerar otros oficios o profesiones de alta cualificación para las que, sin embargo, no estamos tan dispuestos a exigir dichos períodos de obligatorio ejercicio profesional in situ (aunque en todo caso reclamáramos la devolución del coste de la formación si ésta se acaba desplegando fuera del país).

Luara Ferracioli y yo queremos próximamente escribir sobre esta cuestión dando respuesta a la pregunta por la justificación del deber de permanencia en el caso de los médicos. La estrategia, para ello, sigue los siguientes pasos. El primero es un principio moral general, muy plausible: uno tiene el deber de compensar cuando ha infligido un daño. El ingeniero o el biólogo ha recibido el enorme beneficio de una estructura institucional educativa que le ha formado – ella, por supuesto, ha puesto su talento y esfuerzo en el empeño- pero el médico en formación ha dispuesto de un privilegio aún mayor: poder usar una población, aquella a la que él pertenece, sobre la que aprender a diagnosticar y curar. Para ello necesariamente ha tenido que causar algunos daños – a veces enormes- y, cuanto menos, incrementar los riesgos. Por ello, al menos durante algún tiempo, tiene que compensar en la forma que supone la permanencia.

Hasta aquí el boceto. Próximamente, esperemos, el cuadro con sus luces, sombras, matices y figuras.

Pablo de Lora

Fuga de cerebros médicos

A finales de junio tuve el privilegio de asistir a un seminario en Ginebra centrado en cómo atajar las consecuencias (dramáticas) de un fenómeno con una incidencia particularmente intensa en los últimos años: el flujo de profesionales sanitarios desde los países del Tercer Mundo y en vías de desarrollo hacia el llamado «primer mundo».

Yo recordaba este término, el de «fuga de cerebros», de mis tiempos de chaval cuando físicos soviéticos como Sajarov pugnaban por abandonar su país para instalarse en Estados Unidos u otros países «libres». Las circunstancias de la crisis española que actualmente vivimos han puesto la expresión de nuevo en circulación. El fenómeno para el que fuimos convocados a pensar y discutir es una especie de ese género en el contexto más trágico posible: tanto para quienes se van – quién no lo haría si viviendo en Malawi puede establecerse en Manchester y seguir ejerciendo su profesión – como para quienes se quedan – cuyas necesidades son tan básicas que la mera ausencia de un profesional sanitario de un día para otro provoca muertes a decenas. Para los países receptores, el «negocio» resulta interesante: consiguen recursos humanos con una formación razonablemente buena que han proporcionado – y costeado- otros para cubrir sus necesidades crecientes de atención sanitaria. En particular, en esas zonas rurales a donde muy pocos de los que componen su contingente local de médicos quieren ir. La novela de Abraham Verghese («My own country») refleja con mucha viveza esa realidad.

Hay que distinguir el fenómeno de la fuga de cerebros médicos de otro fenómeno paralelo pero distinto: el turismo médico. Algunos países, señaladamente la India, están apostando (habría que decir que las autoridades lo están haciendo) por convertirse en destino hospitalario y sanitario de aquellos enfermos del primer mundo que precisan de un tratamiento que en su país de origen resulta comparativamente mucho más caro. El caso de los transplantes es el más llamativo y crudo, pero no el más importante en términos cuantitativos. Ciudadanos estadounidenses, fundamentalmente, encuentran en ciertos complejos hospitalarios de la India, Filipinas o Tailandia, la tecnología de última hora, cualificados profesionales sanitarios y el lujoso alojamiento que podrían encontrar en su país aunque, eso sí, a un precio muy superior. Allí acuden cada vez en más número para que les sea practicada la cirugía coronaria, o traumatológica que necesitan. Esos países, sin embargo, capaces de proporcionar tales servicios médicos a los turistas siguen mostrando carencias terribles para la satisfacción de las necesidades más básicas de salud de su población.

La fuga de cerebros médicos es también, desde otra perspectiva, un problema de justicia en la distribución de los recursos sanitarios. Pero es un problema con una particularidad crítica: los recursos de los que hablamos son seres humanos y de ellos no podemos disponer – en cuanto a su «manejo»- como si fueran medicamentos, o equipamiento técnico, u órganos. Es por ello por lo que, desde el punto de vista de la filosofía práctica, resulta una cuestión fascinante.

En un mundo ideal, esto es, en un mundo sin fronteras con una cierta autoridad centralizada que se ocupa de intentar satisfacer las necesidades de todos sus habitantes, la cuestión tendría un más fácil manejo y se asemejaría mucho al modo en el que, tradicionalmente, los Estados se han ocupado de cubrir las necesidades de médicos, profesores y otros funcionarios o servidores públicos en zonas deprimidas, de difícil acceso o poco atractivas. No digo que esas soluciones – incentivos en diversos modos o sistemas de oposiciones con asignación de destino en función de la nota- sean plenamente satisfactorias- ciertamente no arrojan resultados óptimos. De hecho, como ya he señalado, el problema del desabastecimiento de servicios sanitarios en el mundo rural es muy acuciante. Pero la comparación no resiste si abrimos el foco y contemplamos nuestro mundo de hoy, global, pero globalmente desprovisto de instituciones efectivas. En último término, a los habitantes de los pueblos en los países del primer mundo siempre les queda el recurso de emigrar para encontrar esos servicios en las zonas urbanas, cosa que, en cambio, no le es dada al habitante de Mali si quisiera marcharse a Amsterdam pues allí siente que la enfermedad de su hijo va a ser mejor tratada.  

En este terreno de la atención sanitaria, nuestro mundo real se puede representar echando mano de un célebre icono de la filosofía moral: el estanque donde un nadador se está ahogando. En el primer mundo hay varios nadadores que pueden perecer pero bastantes socorristas andan al acecho. Ese mismo estanque en un país fuertemente empobrecido está atestado de nadadores y los pocos socorristas que hay están agotados y siempre con la maleta preparada para mudarse de estanque. Algunas medidas paliativas que se han ensayado, en particular el llamado «task-shifting» (que personas, piénsese sobre todo en enfermeros y enfermeras, en principio no cualificadas o entrenadas plenamente para realizar una determinada tarea la acometan tras un entrenamiento acelerado) no resuelven ni mucho menos el problema.

Hay quienes han sostenido que lejos de ser dramática, la emigración de cerebros puede arrojar consecuencias positivas, como en general la inmigración para el país de origen, dado que los inmigrantes ganan y ahorran el suficiente dinero como para mandar cuantiosas remesas. Siendo ello así, sin embargo, muchas veces no es el dinero lo que compensa, sino que lo que resulta imprescindible es la persona capaz de cumplir un cometido específico: colocar una prótesis de rodilla, programar una vacunación infantil, resolver un parto complicado mediante cesárea, diagnosticar una diabetes, operar de cataratas, etc. Casi todo el mundo en el seminario coincidíamos en que los países en el Primer Mundo no pueden explotar esta condición para hacerse con médicos a muy bajo coste. Para ello, resulta de justicia mínima que aquel que fue formado con los recursos públicos de su país, reintegre lo que le fue dado (nadie tiene derecho a recibir formación universitaria para ser médico, y sin embargo creo que todos los seres humanos deben recibir la vacunación imprescindible para sobrevivir). Una manera en la que ese reintegro se hace efectivo supone que los países receptores de médicos convienen en no admitirlos, en cerrarles conjuntamente sus fronteras hasta tanto no se compruebe que se han cancelado esas deudas. Ello plantea un muy frágil dilema de acción colectiva: ¿qué garantías tengo yo de que efectivamente Gran Bretaña u Holanda está haciendo su parte cuando además en algunos de esos países se necesitan médicos? Hace años, si lo recuerdan, el Reino Unido solicitó enfermeras de manera masiva y fueron muchas las españolas y españoles quienes se apuntaron al carro. Hoy proceden de la India donde no sobran precisamente.

Hay otras dos medidas sobre el tapete mucho más comprometedoras con dos derechos que tendemos a considerar básicos y (cuasi) absolutos: el derecho a la educación o al conocimiento, y el derecho a la libertad de movimientos.

Nir Eyal – un muy capaz filósofo moral de Harvard- ha defendido una estrategia más sutil y persuasiva para que los países del primer mundo eviten dar acogida a esos profesionales sanitarios: modelar su formación hasta el punto de hacerles no atractivos. La idea parte de la constatación de que, por un lado, la formación médica al más alto nivel en muchos países del Tercer Mundo es ineficiente- piénsese, por ejemplo, en la destreza para administrar tratamientos anticancerígenos en poblaciones que en su gran mayoría mueren mucho antes de otras patologías- y, por otro lado, resulta frustrante para el médico que jamás, o en muy rara ocasión, va a tener oportunidad de desplegar esos conocimientos. Cuando el curriculum de los estudios de Medicina se cercena de ese modo, se hace al médico mucho más competente en lo local y mucho menos empleable para el hospital o el centro médico de Houston. Nir contiende que la Organización Mundial de la Salud debería exigir ese tipo de diseño en los estudios de Medicina cada vez que se propone financiar o crear un centro de estudios en un país del Tercer Mundo asolado por la fuga de cerebros. Es muy probable que sea una terapia eficaz, pero seamos conscientes de lo que estamos administrando: a un futuro estudiante de Medicina en Angola le vamos a limitar su derecho al conocimiento y a la educación superior solo por el hecho de que ha tenido la «mala fortuna» de nacer en Angola.

Antes señalaba que muchas veces no es el dinero lo que falta sino la persona. La segunda de las medidas propuestas para lidiar con la fuga de cerebros es la más obvia e inmediata; la que más se practicó en los países comunistas y la que más arduas discusiones generó en el encuentro: establecer la obligación de permanencia en el puesto (en el seminario, quienes más furibundamente se mostraron en contra de la restricción de la libertad de movimientos o de trabajo fueron dos filósofos de origen rumano y polaco…).

La obligación de permanencia debe ser temporal – tal vez hasta que haya un reemplazo efectivo, lo cual debe implicar que el poder público hace igualmente su parte para procurar que exista cuanto antes- y puede perfectamente nacer de un contrato entre quien se decide a convertirse en médico y el país que lo forma. Pero aún así, como en todo contrato, debemos disponer de un fundamento para que ese acuerdo de voluntades nos parezca justo. ¿Cuál pudiera ser este? La relevancia de hacernos esta pregunta resulta de considerar otros oficios o profesiones de alta cualificación para las que, sin embargo, no estamos tan dispuestos a exigir dichos períodos de obligatorio ejercicio profesional in situ (aunque en todo caso reclamáramos la devolución del coste de la formación si ésta se acaba desplegando fuera del país).

Luara Ferracioli y yo queremos próximamente escribir sobre esta cuestión dando respuesta a la pregunta por la justificación del deber de permanencia en el caso de los médicos. La estrategia, para ello, sigue los siguientes pasos. El primero es un principio moral general, muy plausible: uno tiene el deber de compensar cuando ha infligido un daño. El ingeniero o el biólogo ha recibido el enorme beneficio de una estructura institucional educativa que le ha formado – ella, por supuesto, ha puesto su talento y esfuerzo en el empeño- pero el médico en formación ha dispuesto de un privilegio aún mayor: poder usar una población, aquella a la que él pertenece, sobre la que aprender a diagnosticar y curar. Para ello necesariamente ha tenido que causar algunos daños – a veces enormes- y, cuanto menos, incrementar los riesgos. Por ello, al menos durante algún tiempo, tiene que compensar en la forma que supone la permanencia.

Hasta aquí el boceto. Próximamente, esperemos, el cuadro con sus luces, sombras, matices y figuras.

Pablo de Lora